lunes, 6 de septiembre de 2010


Deslinda la frontera con la muerte parpadeante sombra helada bullente en mi carne, la malogra, es la furia de ver como cruzan los vestidos húmedos, las piernas frías, los zapatos que no logra ver y van al compás de pensamientos que organizan su labor el resto de los días,

yo quiero recoger las hojas que se están pudriendo por el agua, arrugadas como las manos que trabajan y escriben, prolija me basta, sumar las nubes, esconder la cabeza bajo los cedros de olvidados aromas, pero todo seguirá igual como un viejo balón dejado por un niño.

Dónde puedo escarbar cenizas que puedan encenderse en medianoche cuando sonámbulo las etapas por estepas ensordecedoras.

Un día más la lluvia se desnuda y se viste frente a mí, su charla monocorde ahuyenta a los pájaros y yo simulo no escucharla, así urden hilanderas arañas rutas antiguas, lento el paso al horizonte cada vez más nítido, yo mientras me constriño, me acoquino para no estorbar el nido.

Es mi anhelo perpetuo de desollar las manos en la tierra, revolcarme en su torbellino, esperando que circule una sangre nueva de serpientes nacientes, aunque fuera para repetir la expulsión. Pero, podré llorar, sin que me avergüence el estallido y el fruto será nuevamente la causa, aunque sepamos ya que sigue, que un hermano asesinó a su hermano,

quizá tengamos tiempo de avisarle que escrito está y se rebele a su designio.

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